jueves, 16 de junio de 2016

La carga del tren



Miro por la ventanilla del tren. De vez en cuando me detengo en rostros anónimos que apoyan sus cuerpos de diversas formas en los asientos azules. Algunos se hallan ensimismados en canciones que oyen a través de auriculares y en mensajes que envían a través de móviles; otros (imagino) se concentran en pensamientos propios. En cada estación bajan dos, tres y hasta cuatro personas, pero solo suben una, dos o como mucho tres. ¿Simple coincidencia? El tren tiene numerosos vagones y yo me encuentro en la parte de atrás. Acaso en los vagones delanteros la tendencia sea contraria y llegan más personas de las que se van. 

El paisaje cambia con demasiada rapidez para asimilarlo: árboles, polígonos industriales, túneles. Sigo mirando por la ventanilla, incluso cuando no hay nada que ver. Me niego a distraerme; resisto la tentación acariciadora de la pantalla smartphone

Al iniciar el viaje me sentí acompañado. Por gente desconocida, sí, pero que al menos hasta cierto punto compartía la dirección de mi trayecto. A medida que avanzo los vagones más próximos se despueblan, como un país arruinado por la guerra, y yo me voy quedando solo. La tentación de la pantalla crece.

En las últimas tres paradas me parece que no ha subido nadie y se han bajado seis personas. Me da tiempo a contarlas antes de que se desvanezcan en estaciones clónicas que las atraen con una llamada inaudible. El silencio crece a mi alrededor y el traqueteo aumenta bajo mis pies. Si cogiera un libro (pero hace tanto que no leo un libro) me costaría seguir la lectura. Las letras oscilarían a la deriva como alcohólicos solitarios en la madrugada. 

Cierro los ojos y trato de recordar el entusiasmo con que emprendí el viaje: los deseos de llegar a mi destino, los proyectos que arrancarían tan pronto diera el primer paso fuera de la estación. No lo consigo. Al contrario, tales proyectos se antojan delirios y utopías. 

¿Qué ha sucedido en este breve lapso que no acaba? Lo intento explicar por causas externas: el olor más cargante, el paisaje más gris, la temperatura bochornosa... No me atrevo a mirar la forma de mis manos ni el color de mis cabellos. Mientras tanto me he quedado solo en el vagón, salvo por la presencia de una joven a la que observo ya sin disimulo, como si fuera la última mujer sobre la tierra. Ella no separa la vista de la pantalla de su teléfono, no para de escribir a una figura ausente. Trato de imaginarla tocando otras teclas, las de un piano en una habitación reservada para nosotros, junto a una cama donde yaceremos sin prisa, cuando termine de apurar su melodía.

Al fin se levanta y sale por la puerta que se cierra tras ella de inmediato, con el automatismo de la muerte. Si hay un alma en el tren, no alcanzo a vislumbrarla. Tampoco la mía. 

El aislamiento aniquila la voluntad que pudiera persistir en mi interior. Lo he decidido: me bajaré en la próxima parada. Sea cual sea. Qué importa, si ya no recuerdo dónde pretendía llegar. No miraré atrás ni delante. Dejaré que el tren siga su curso, libre de toda carga humana, y tome velocidad hacia su destino.