lunes, 26 de enero de 2015

Entrevista a Juan Villoro: "Lo literario no está en los acontecimientos del mundo sino en la manera de mirarlos"


Decía Roberto Bolaño (sin ser mexicano, por cierto) que México es un género literario en sí mismo. Quizá no le faltara razón. Mucho se ha escrito desde y sobre este país que a mí también me toca de cerca, no tanto porque mi abuelo naciera allí de manera circunstancial, sino por el maravilloso verano de 2008 en que pude saborear una porción de este país, en todos los sentidos, inagotable. Dejé allí algunas personas muy queridas y exageradamente hospitalarias, cuyo recuerdo no me abandonará nunca.
Aunque no he tenido todavía ocasión de regresar a México, he viajado a través de las letras de varios de sus autores como Octavio Paz, Carlos Fuentes, Sergio Pitol, Emilio Pacheco o Juan Villoro. A este último lo he visto dos veces en Barcelona: en la presentación del ensayo “Librerías” de Jorge Carrión y en la de su libro "¿Hay vida en la tierra"? , compuesto por cien artículos breves sobre los prodigios de la cotidianidad recientemente publicados en Anagrama.
 
Villoro es uno de los escritores contemporáneos más interesantes en nuestra lengua. Premios como el Herralde, el Ciudad de Barcelona, el Internacional de Periodismo Rey de España o el José Donoso jalonan su trayectoria. Capaz de navegar con igual soltura en los terrenos de la realidad y la ficción, del periodismo y la literatura, sus textos suscitan reflexiones sobre la vida moderna y tienen además la virtud de convertir lo desagradable en risible, gracias a su sentido del humor y su ironía.
Lo entrevisté vía e-mail dado que, tras su periodo como profesor en la Universidad Pompeu Fabra (lástima no haber podido asistir a sus clases) ha retornado a su país natal. 

 
En “¿Hay vida en la tierra?” relatas costumbres de México como llegar tarde a una reunión social o posponer indefinidamente la solución de los problemas. Algunas de ellas también son aplicables a España. ¿Qué diferencias culturales has percibido entre México y Barcelona?
 
Es difícil hablar de esas diferencias sin ser maniqueo. Cuento algunas, tratando de no ser demasiado simplificador. En América Latina solemos hablar por teléfono sólo para conversar. Cuando vivía en Barcelona, Roberto Bolaño y yo nos llamábamos para contarnos un sueño, recordar a alguna actriz de nuestra adolescencia, compartir un chisme y cosas por el estilo. A los dos nos sorprendía que los amigos españoles se pusieran nerviosos con ese tipo de llamadas, que para nosotros podían durar dos horas. En España hablas para quedar en algo. El teléfono no es un sitio de reunión como en América Latina. Otra cosa diferente es la cultura de la desconfianza. En México desconfías a priori de los desconocidos. Cuando un carpintero o alguien que trabaja contigo cumple, dices: "Se ganó mi confianza". En cambio, en España la confianza se da por sentada, lo cual es mucho más grato; asumes que alguien hará lo que promete y si falla, pierde tu confianza. Cuando volví a México tuve que explicarle a mi hija de cuatro años que había pasado de un lugar donde la confianza se puede perder a un lugar donde la confianza se debe ganar. En favor del trato latinoamericano encuentro la casi instantánea intimidad sentimental que se produce en una relación amistosa. En España puedes ser amigo de alguien sin enterarte demasiado de su vida privada; en México es difícil salir de la vida privada.
A lo largo de tu trayectoria has cultivado la crónica, el cuento, la novela, el columnismo… ¿crees en la necesidad de la separación entre géneros o eres partidario de la hibridación?
 
Lo divertido de los géneros es que son diferentes. No me interesa que una obra de teatro mía parezca un cuento puesto en escena o una conferencia escenificada. Hay vasos comunicantes, por supuesto. Pero lo que más me interesa no es confundir o mezclar los géneros, algo muy de moda, sino beneficiarme en cada uno de los que practico de las enseñanzas que me han dejado los que no practico en ese momento. Del mismo modo en que un entrenador dirige el partido aprovechando al futbolista que alguna vez fue, el novelista se beneficia del ensayista que en ese momento está callado pero juzga, y viceversa.
 
En la estela de autores como García Márquez o Josep Pla, te has desempeñado tanto en el periodismo como en la literatura. ¿Crees que estamos viviendo una época de mayor unión entre ambas disciplinas o, por el contrario, se hallan cada vez más distanciadas? 
 
Ha aumentado el prestigio de la crónica. García Márquez escribió textos maestros en la prensa que sólo se conocieron mundialmente cuando alcanzó fama como novelista. Cuando empecé con el periodismo nadie hablaba de crónica; hacíamos notas o reportajes. Poco a poco aumentó la valoración narrativa del género, que tiene enorme calidad desde los tiempos de Daniel Defoe. Lo curioso es que hoy en día es más fácil organizar un congreso sobre la crónica que publicar una. Me suelen entrevistar personas que tienen becas en el extranjero para estudiar el género y reciben para ello mucho más dinero del que jamás recibiremos los cronistas con nuestro trabajo. Paradojas de la vida posmoderna.
 
En mi opinión, el futuro del periodismo tal y como se ha entendido hasta ahora se encuentra amenazado por la pérdida de credibilidad de los medios tradicionales y sus dificultades para adaptarse al mundo digital. ¿Cuáles son los principales retos que afronta la profesión en el siglo XXI?
El periodismo narrativo debe recuperar la confianza en sus principales recursos. Estamos ante un fenómeno parecido al que experimentó la pintura con la llegada de la fotografía. El retrato fotográfico volcó a los artistas a cosas que no puede hacer la fotografía: el impresionismo, el cubismo, el expresionismo e incluso el hiperrealismo. La información en línea es muy útil, pero no podemos renunciar a contar historias donde las noticias públicas encarnen en destinos privados. La crónica es la mejor manera de relacionar lo colectivo con lo individual. Por desgracia, el vértigo de la velocidad y la obsesión por la brevedad del periodismo digital parecen en contra de esto, pero se trata de una tendencia pasajera. Es posible que las plataformas digitales incluso ayuden a esta tarea, permitiendo que alguien cuelgue un reportaje larguísimo para que lo descarguen o lean en pantalla los interesados. Nadie te publica una crónica de treinta folios, pero nada impide que la coloques en un blog.
 
Las dos veces que te he visto en persona me han impresionado tus dotes como orador. ¿Eres partidario de la improvisación o arrancas siempre con un guión predeterminado?
Creo que la conferencia se debe producir ante los oyentes. Si se trata de leer un texto, se puede traer a un actor. Además, el que más aprende es el propio orador. Hablar en público es una forma de investigar tus propias ideas. Obviamente esto tiene riesgos. Hace poco estrené un monólogo teatral que se llama "Conferencia sobre la lluvia", en el que un hombre pretende dar una conferencia sobre la relación entre la poesía amorosa y la lluvia y termina perdiéndose en devaneos mentales y haciendo una provocadora confesión sentimental. Acaso un día me pase esto.
 
Alguien dijo que los móviles acabaron con la literatura: Romeo le habría enviado un whatsapp a Julieta y todo se habría arreglado sin derramamientos de sangre. ¿Qué relación tienes con las nuevas tecnologías?
Tengo una muy buena relación primitiva con la tecnología. Las uso poco para no depender de ellas. Estamos ante prótesis culturales que causan adicción y sobredosis. En pequeña medida estimulan, en exceso hacen que te apagues.
 
Tras leer “¿Hay vida en la tierra?” uno llega a la conclusión de que no hay nada más formidable que las casualidades. Hay algunas historias tan increíbles que parecen fruto de la imaginación más libertaria y del azar más improbable. ¿Te has permitido licencias literarias o todo se funda en experiencias reales?
Sólo me he permitido licencias para unir historias que ocurrieron en distintos momentos, cambiar nombres de algunos personajes, resumir un poco lo sucedido o darle otro orden. Son procedimientos parecidos a los del fotógrafo que, sin cambiar la realidad, la redefine por el encuadre, la perspectiva, la composición o los juegos de luz. Cuando narras un suceso público, estás comprometido a no alterar nada. Cuando narras escenas de la vida privada puedes cambiar el color de los calcetines si eso favorece un adjetivo.
 
Por último, ¿qué dirías a los noveles que dan sus primeros pasos en el mundo de la escritura?
Que lo literario no está en los acontecimientos del mundo sino en la manera de mirarlos. Con la debida atención, la historia de un hombre que no puede volver a casa se convierte en la Odisea.

miércoles, 7 de enero de 2015

Mudanza interruptus

Deseo que hayáis comenzado el 2015 de la mejor manera. Tengo muchas ilusiones puestas en el año recién nacido. Confío en compartirlas con vosotros y en que sigamos coincidiendo en esta posada digital abierta las 24 horas del día. Entrad sin llamar, por favor. En mi primera entrada de 2015, me invento una situación embarazosa que estuvo cerca de suceder cuando llegué a Barcelona el pasado mes de octubre. Aunque los hechos son ficticios, las imágenes que ilustran el artículo se corresponden con mi actual residencia y mi coche. Espero que os guste y si os apetece dejadme un comentario :) 

 

Me traslado a una ciudad nueva con la esperanza de progresar en la vida. Dejo el coche en cualquier sitio y extraigo parte de mis bártulos. El peso de las maletas no baja un ápice mi entusiasmo. La sombra de un parque se extiende en el horizonte, relucen las farolas del barrio, atractivas mujeres montadas en bicicleta pasan junto a mí como promesas de felicidad.

No sé gran cosa de la urbe que me acoge en su vientre (y lo que sé probablemente está errado, como una entrada de la Wikipedia modificada por un troll). Pero la ignorancia estimula mis sentidos: el aire de la incertidumbre posee un dulzor imaginario. Detengo mis pasos vacilantes para revisar una vez más la dirección en el móvil. Solo he de cruzar la calle y me hallaré frente al edificio. Arrastro con brío las maletas que no albergan ropa y enseres, sino toneladas de expectativas.

Estoy a punto de lanzar un grito para que el mundo sepa que he llegado. Me contengo (ya daré luego la tabarra en las redes sociales) y abro el portal. Voy a compartir piso con tres desconocidos de diversas nacionalidades. Ya acaricio el goce de una sana conversación sobre las infinitas maneras en que las civilizaciones se han desarrollado. En mi imaginación salta el corcho de una botella de champán. ¡Lo logré! Por fin escapo de la cárcel construida por mis inseguridades y miedos, aniquilados de un plumazo por mi vibrante determinación. A partir de ahora, los buenos augurios se convertirán en palpables realidades.

Los crujidos del ascensor y su lento ascenso prolongan mi tensión. Las llaves tiemblan en mis manos. Su brillo metálico refleja el aleteo de mis pulsaciones. Pensando que es la luz, llamo a la puerta. Pensando que van a abrirme, espero. Tanteo la cerradura que se resiste, resignado. Por fin cede a mis pretensiones. Avanzo por un oscuro pasillo atestado de objetos indescifrables con los que procuro no tropezar. ¿Dónde está la luz? De lo que entonces aún no sabía que era la cocina brota un hilo dorado que sigo con fervorosa desesperación. Al parecer la casa está desierta.

Penetro en mi habitación, escogida tras meses de ardua búsqueda y decenas de rechazos. Una capa de polvo impregna el ambiente y provoca estornudos. La cama se halla levantada en vertical, exactamente como dijo la dueña que no estaría a mi regreso; los armarios entreabiertos, que de pronto revelan toda su vejez, no encajan en los huecos que les corresponden. El vacío se apodera de mí en cuestión de segundos. ¡Qué diferente parecía cuando la descubrí bajo la doble distorsión de la luz solar y la sonrisa de la arrendataria!

Entonces recuerdo que las maletas que he dejado a los pies de la cama no constituyen ni la mitad de mi equipaje. Será mejor que lo traiga todo antes de decidir dónde dejar cada cosa. El ascensor se ha ido y su lentitud me sulfura, así que bajo al trote las escaleras. Un presentimiento me dice que llego irremediablemente tarde para solucionar un mal que todavía no identifico.

¿Dónde demonios he aparcado el coche? La mudanza me está sorbiendo los sesos. Recorro la calle en una dirección y en la contraria, exploro las esquinas, me maldigo por no tomar puntos de referencia. Por una décima de segundo mi corazón estalla en vítores: distingo el tono de su pintura y las ralladas al nivel de la puerta del conductor… mas la alegría se troca en horror a velocidad incalculable pero rapidísima. ¿Cómo se mueve el coche sin mi permiso? ¿Acaso ha adquirido vida propia y ha decidido que ya está harto de mi manejo desatento y mi torpeza para estacionar? Incluso diría que se ha henchido en su indignación y levita más alto que un todoterreno.

Por más que parpadee sigo sin comprender la escena hasta que reconozco el cuerpo de una grúa dándole el abrazo de la muerte a mi inocente automóvil. Grito, maldigo, escupo de rabia. ¿Qué ha hecho, qué he hecho para merecer esto? En mí se adensa la impotencia de todos los hombres que solo querían descargar maletas durante unos minutos, tras una larga jornada de viaje, y después reposar mansamente en su nueva guarida, alquilada a prefiero no saber cuántos euros el metro cuadrado. Truncado el entusiasmo, interrumpida la mudanza, me siento atrapado en un semáforo ambarino que nunca da luz verde a la esperanza.