lunes, 25 de junio de 2012

El alma de los caídos



Mi trabajo es un tanto desagradable, incluso equiparándolo con el de los sepultureros. A ellos se les compara con los buitres que se alimentan de los muertos. Sin embargo, nunca se ven obligados a ahuyentar a los gusanos o las aves que devoran los cuerpos en putrefacción.

Me llaman el guardián de las almas, un título que deploro por su grandilocuencia. Casi nadie pronuncia la palabra “alma” de manera normal. Muchos exageran y alargan las dos primeras letras, como si creyeran que la suya les fuera a abandonar si no le diesen coba.

Las ánimas son pesadas y orgullosas. Durante la existencia del sujeto permanecen encerradas en su interior. A juzgar por sus actos parecería lógico suponer su inexistencia, como de hecho conjeturan algunos humanos. Pero, una vez se ha descompuesto la carne en la que parasitan, convirtiéndose en un refugio débil y desagradable, rompen los últimos pedazos y salen al exterior. Las más revoltosas se manifiestan en forma de fuegos fatuos, pesadillas o apariciones. Esto resulta de gran inconveniencia para los vivos, que no reconocerían un alma ni aunque estallara en fuegos artificiales delante de sus narices y escribiera su nombre en el cielo. Tan solo notan, al presentirlas, una vaga inquietud o una comezón cuyas consecuencias pagan sus semejantes.

A veces me pregunto qué utilidad tienen y si serían prescindibles. Pero, por lo visto, su presencia es inevitable. Se han encargado de crear su espacio y de cerrarlo a intrusiones. ¿Qué se diría de una nación de habitantes desalmados? Se les consideraría extraños y poco confiables. Provocarían el temor a un contagio y se les aislaría.

Por tanto, resulta imprescindible conducirlas a lugares apartados donde se reúnen y discuten hasta el final de sus días –que, por desgracia, son eternos–. Dado que su supresión no es viable, no queda otra alternativa que soportarlas. Mi labor consiste en evitar que se pierdan en el camino hasta sus moradas: viejos museos abandonados, casas ruinosas, barrancos inhóspitos… todos aquellos lugares que los humanos han decidido premiar o castigar con su olvido. Allí reconstruyen una parte de los recuerdos de sus antiguos huéspedes y ciertos aspectos de su personalidad (sobre todo sus peores inclinaciones y la incapacidad para escuchar o comprender a los otros).

Cuando no tengo trabajo las vigilo de cerca y me asombro de su infinito parloteo, su dominio de un léxico de siglos y su talento para interrumpirse e insultarse. Acostumbran a discutir por la comida, por ejemplo, que no necesitan y en cuyo consumo no encuentran la menor gratificación, salvo la de arrebatársela a otra alma. En realidad cualquier motivo sirve si acrecienta la ira y las críticas de las demás.

Me alejo de las riñas siempre que puedo, con la excusa de satisfacer alguna de sus reclamaciones. Una de las más viejas estriba en recuperar un alma extraviada en España desde hace más de treinta y cinco años: la de un tal Francisco Franco. Al parecer los problemas que ha causado no se acaban nunca. Algunas la califican de traviesa, otras de gloriosa, perversa o desalmada, sin reparar en lo absurdo de ese último adjetivo. Se les ha aparecido a miles de personas, tanto en el sueño como en la vigilia, ya sea pegando tiros o saludando en desfiles, en bragas y en calzoncillos, como un dios o como un demonio. No exagero si digo que se trata de una de las ánimas más buscadas del planeta.

Me dispuse a atraparla por cualquier medio a mi alcance. Comencé mi búsqueda en el Valle de los Caídos, donde se dice que se hallan sepultados sus restos. Pero un alma no aguanta tantos años bajo la sombra de un organismo que se ha convertido en un amasijo de huesos. Les indigna que los miembros en que antes viajaban gratis se marchiten de un modo tan gris y deprimente. No rondaba por allí.

Escuché rumores que insinuaban su presencia en un lugar llamado Congreso de los Diputados. Allí suelen mentar a Franco, sin constancia pero no del todo esporádicamente. Creí que podría colarme en alguna de las sesiones que celebran los políticos y distinguir una huella de su alma en sus bocas, entre las columnas o bajo los asientos. Atravesé las puertas del Parlamento –lo único que perciben de mí los humanos son mis letras, si lo deseo– y seguí el rumor de las voces provenientes de una cámara plagada de butacas y personas que acechaban en ellas.

Al entrar me atacó la extraña sensación de que me había equivocado de pleno. Un hombre trajeado se dirigía desde una tribuna a un público en su mayoría receloso.  Algunos de los presentes emitían bufidos o agriaban su expresión coincidiendo con los momentos de mayor intensidad del discurso. Encima del orador, otro hombre con el que me identifiqué de inmediato trataba de poner orden cada pocos minutos, cuando los murmullos y exclamaciones se exacerbaban. “Por favor, por favor”, decía mientras se pasaba un pañuelo por la frente.

Logré contener el deseo de marcharme, tomé asiente en los peldaños de una escalera dorada y escuché a todos los parlamentarios, que hablaron de no sé muy bien qué. No me interesan los asuntos de los vivos. La única palabra que quería escuchar era “Franco”. La oí en alguna ocasión, sobre todo el plural y el adverbio terminado en “mente”, pero sin referirse a lo que buscaba. Ese vocablo tiene numerosas acepciones, según había podido consultar: sencillo, sincero, ingenuo, leal, liberal, dadivoso, bizarro, elegante, desembarazado, libre, exento, privilegiado, patente, claro… ¿Cómo pretenden que exprese tantas cosas?

No hallé rastro del ánima de Francisco Franco ni lo busco ya, pues creo que se ha convertido en un mito. Pero me pareció que muchas almas latían en aquel concilio, como si ellas me persiguieran a mí en vez de yo a ellas. Me alejé y prometí no volver nunca al Congreso. Ahora temo la defunción de esos hombres y mujeres; temo la fecha en que sea responsabilidad mía controlar sus trifulcas. Si batallan así cuando aún duermen sus almas, ¡qué no dirán estas al excitarse y erguirse sobre sus cadáveres! 

lunes, 18 de junio de 2012

Conmoción en la RAE ante el descubrimiento de una nueva letra


Los académicos se hallan asombrados al comprobar en documentos de inusitada antigüedad que la e y la f acabaron por remplazar a una letra que era una mezcla de ambas.


Después de analizar documentos recientemente descubiertos que han sido fechados a inicios del siglo X, los académicos coinciden en su diagnóstico: la letra e (la más utilizada en la lengua castellana) y la f sustituyeron a una letra cuya grafía describe el presidente de la RAE, Josep María López, como “una e con un garabato en la parte superior”. Este garabato se fusionó con lo que hoy es “el pie de la e”, asegura.  

Al parecer, el error se produjo por la mala caligrafía de los monjes del monasterio de Valparaíso, los cuales se cansaban de copiar los textos del líder de su orden, Domenicus Tinglodis. Tinglodis tenía la costumbre de emplear al menos cien palabras para pedir por favor o dar las gracias, lo que terminó con la paciencia (y quién sabe si también con la fe) de los monjes del monasterio.

La nueva letra triunfó porque aunaba “simplicidad y practicidad”, ha dicho Josep María López. Sin embargo, según los académicos el descubrimiento exige una reinterpretación de todos los textos que plantaron la semilla del castellano actual. Numerosas palabras y contextos varían su significado al descubrirse que su lectura había sido incompleta hasta la fecha de hoy. De hecho, la RAE ya ha solicitado al Ministerio de Cultura Clásica un incremento del 10% de su presupuesto para el año que viene.

El presidente de la academia ha explicado que “nos espera un trabajo tan fascinante como agotador” rehaciendo viejas traducciones y reinterpretando los textos a la luz del símbolo descubierto. Incluso ha insinuado la posibilidad de que, para su edición del 2022, la RAE añada palabras al diccionario que incluyan, como una especie de homenaje póstumo, algunos de los vocablos perdidos. 

Por su parte, el ministro de Cultura Clásica, Tolomeo Martínez, ha confesado su “fascinación” por el nuevo hallazgo y por “el misterio intrínseco del lenguaje”, aunque en los pasillos de Moncloa ha comentado a sus colegas que no entiende cómo una vieja letra puede salir tan cara. 



lunes, 11 de junio de 2012

Apatía




Hace tiempo que aprendí a ser siempre culpable.

No vale la pena defenderse de aquello que escapa a mi comprensión. 

Es mejor disfrutar el sabor de la derrota,

así como la placidez de la indiferencia.



Me asustan las grandes pasiones.

Cada vez me asemejo más a un paciente reptil,

silencioso y con esmoquin.



No tengo hambre ni sed

y mi sangre está en remojo.

Ni el chaparrón más intenso me empapa.

El calor y el frío han dejado de preocuparme.

Pero tengo la perpetua sensación de que me olvido algo,

de que existen más realidades de las que puedo ver.



Cualquier día saldré a caminar en la aurora del bosque,

me sentaré junto a un lago y veré mi rostro nuevo en sus aguas.

Entonces borraré este poema de mi memoria. 

martes, 5 de junio de 2012

Humo y mujeres


–Tendríais que haber visto cómo se le erizaban los pechos mientras yo la sujetaba por el pelo y la obligaba a tragárselo todo.

El hombre elevó su voz sobre la algarabía de un bar de tapas. Agarró un boquerón y lo engulló imitando el modo en que la última rubia había degustado su semen. Su lengua bailó unos segundos en torno al pececito, que fue finalmente succionado por sus fauces de cazador. A su alrededor una docena de orejas masculinas lo escuchaban fascinadas, como si la historia tuviese el encanto de la novedad.

Cada semana el hablador se inventaba una nueva conquista, Se enorgullecía de su inexistencia porque el esbozo del cuerpo apenas atisbado en su mente era lo bastante poderoso como para sugestionar a sus colegas. No importaba con cuánta concreción formularan sus preguntas acerca de los momentos más excitantes. Él siempre tenía una respuesta convencida y convincente.

Cuando hubo consumido seis o siete cervezas y notó que las risas empezaban a decaer, decidió apurar su último cigarro restregándolo en el cenicero con lenta satisfacción.

–Así es como me despido de todas las mujeres. No son distintas de cualquiera de estos cigarrillos —afirmó en un tono ya claramente marcado por el alcohol.

Entonces se levantó para irse, no sin antes estrechar manos con los amigos menos íntimos y abrazos con los más cercanos. Al llegar a su domicilio, que solo compartía con algunos insectos, arrojó el abrigo sobre una silla y se tiró en la cama, quitándose apenas los zapatos.

–¡Eh! Ten cuidado, hombrecito.

Con pasmo vio cómo una rubia bullía entre las sábanas. 

–¿Quién eres tú?

–¡Tú sabrás!

Salió de la cama y se fijó mejor en la mujer, arrepintiéndose de inmediato. Tenía la nariz aplastada y torcida; la cara asimétrica, con el pómulo derecho contraído hacia dentro y el derecho estirado hacia fuera; las cejas parecían pertenecer a dos personas distintas, pues describían formas incompatibles, la izquierda una C combada y la derecha casi una recta terminada en punta; y los ojos poseían tonalidades distintas, uno gris y el otro marrón, ambos fríos y muy hundidos en las cuencas.

–Pero… ¿qué eres tú?

–¡Tú sabrás! —repitió la mujer, cuya agudo chorro de voz rebotaba en las paredes.

La rubia contaba, eso sí, con pechos prominentes y una boca repintada y carnosa.



–Vete a dormir al sofá, que yo he llegado primero.

–Pero… ¡esta es mi casa!

–Oye, a mí qué me cuentas. Yo estaba muy tranquila sin existir hasta que te empeñaste en darme forma y sustancia. Ahora tendrás que ocuparte de mí, por supuesto. ¡De aquí no pienso moverme!

El hombre, un tanto mareado por el alcohol, decidió echarse en el sofá, durmiéndose con el convencimiento de que aquello era fruto de un trastorno que se evaporaría por la mañana. Pero por la mañana el trastorno se convirtió en invasión. Doce mujeres, una por cada semana de charla fantasma, se habían instalado en su piso de cuarenta metros cuadrados. Puesto que no cabían en el pasillo que conectaba todas las habitaciones, algunas se apretujaron bajo las mesas o sobre la cama, formando una colina de cuerpos. El charlatán incluso encontró a una pelirroja vegetando en la nevera y roncando con toda su alma, si es que tenía alma.


Sin embargo la mayoría de okupas no paraban de discutir a gritos, se dirigían miradas eléctricas, se zarandeaban y pisoteaban los muebles y el sofá. El hombre trató de expulsarlas, pero todas se confabularon en su contra, lo obligaron a recular y lo expulsaron a él.

Pensó en llamar a la policía, pero recordó sus antecedentes y prefirió recurrir a sus amigos. Acudieron a la llamada los seis irreductibles del bar, armados con bates de béisbol y puños americanos y dispuestos, en principio, a convertir su casa en una carnicería. Se juntaron en un estrecho pasillo doce mujeres (todas poco agraciadas de cara, como talladas por un mal escultor, pero de cuerpos bien provistos) con seis hombres un tanto necesitados. Las féminas se distribuyeron –dos para cada hombre–, los besaron, los agarraron de la cintura y bailaron con ellos: los bates y los puños americanos cayeran al suelo y quedaran olvidados.

–A ti también te ha engañado, ¿verdad? —le susurró la única morena al hombre que el teórico propietario del piso consideraba su primera amistad.

–¿Sois reales o no?

–Tan reales como la imaginación puede conseguir. Y esto es mucho, pues no hay nada tan seductor como lo que no existe —y le besó la oreja.


El dueño contempló atónito a los seis tríos desnudándose en un palmo de pasillo, en un rincón de la cocina, en una esquina de la cama. Las mujeres se compenetraban para darle placer a los hombres y a sí mismas, y aún les sobraba energía para dispensar gestos de burla y dedicar masturbaciones a su creador. Este, con las uñas rasgándose las palmas de las manos y los ojos despidiendo fuego, se abrió paso entre cuerpos desconocidos, sorteó varias zancadillas y saltó hasta el armario donde escondía una última defensa: su revólver.

Lo empuñó con toda la firmeza que le reclamaba su desesperación. Apuntó al sofá rojo donde retozaba el grupo más cercano, no ya un trío sino un sexteto desordenado e impúdico. Estuvo tentado de apuntar al miembro erecto de su mejor amigo (o el menos malo), pero prefirió despedir la carga en los pechos de la pelirroja porque le parecieron un objetivo casi imposible de fallar. Disparó una, dos, tres, cuatro, cinco veces hasta agotar la potente munición del Magnum.

Una fumarada singular cubrió la estancia, provocando los estornudos del pistolero y de las víctimas. Se levantó un humo translúcido que dejaba entrever en la pared las grietas abiertas por los disparos. Trató de palparlo; era viscoso y frío. Pero no tenía tiempo, medios ni conocimiento para analizar la composición de aquellos gases. Solo podía pensar en la increíble falta de puntería que había mostrado al no acertar en las tetas de la pelirroja.

¿Pero dónde estaba la pelirroja? Todas las mujeres se habían esfumado de un modo tan súbito e inexplicable como su aparición. Quedaron los hombres, que se levantaron poco a poco de sus nidos de placer y buscaron con caras estreñidas sus calzoncillos y sus camisetas. Varias bocas y brazos furiosos insultaron y zarandearon al dueño del piso.
–¿Y tus mujeres, mamarracho?
–¡Nos las quitaste, envidioso de mierda!
–¿Qué te costaba quedarte con una? ¿Por qué cojones tenías que ponerte a disparar a lo loco?
–¡Desgraciado!

Se marcharon entre gestos de frustración, se disipó el humo y él se quedó a solas mirando sus paredes agujereadas.