miércoles, 25 de abril de 2012

Confesión divina



Ni siquiera el más omnipotente puede explicarse a sí mismo de manera perfecta. Pero mi ánimo se hallaba aquel día en un estado de fatal decisión. El sabio es el que duda y decide con acierto. Eso me dije mientras abría viejas puertas en dirección al santo cementerio.
Después de tantos años es difícil conservar la esperanza en el futuro. No confío ya ni en la bondad de las plantas, que con su silencio perpetuaban mi anhelo de ser recordado. Seguro que preferirían rezarle al sol o a la lluvia, mucho más útiles para ellas que este anciano lacrimoso, envejecido por sus lamentos.

¿Por qué no me procuraría una eterna compañía cuando tuve la oportunidad? Reconozco que en el albor no me preocupaban la soledad ni el aburrimiento. Pensaba que mis creaciones me mantendrían joven para siempre. El orgullo que en un principio me causaban devino en llana curiosidad, y desde hace milenios solo yacen sobre mí pesadumbres y preocupaciones.  

¿Cuál fue mi abismal error? ¿Qué engendro engendré? ¿Cómo pude transmitir tanta perversión a un ser que debía haber sido a mi imagen y semejanza? Creo que en el último momento me preocupó la monotonía de verme reflejado millones de veces sobre la Tierra. Por eso introduje un cambio en la forma y en el fondo. ¿Cómo no adiviné que el resultado sería nefasto? Toda luz fue extinguida por la sombra; a toda virtud venció el pecado. Incluso quienes creyeron en mí hasta el final extraviaron la senda. No comprendieron que la ignorancia no ha de ser retribuida con la muerte. No tuve más remedio que clausurar el paraíso (pues nadie era digno de pisarlo) y ampliar al infinito las instalaciones del infierno.

Menos mal que nunca creé a una compañera. Si en la confección de un ser inferior que se me pareciese fue tan notorio mi fracaso, ¡cuán grande habría sido el desastre si hubiera pretendido dar vida a una igual! Me río de todas las discusiones matrimoniales de los humanos. A buen seguro mi pareja y yo habríamos perforado con nuestras trifulcas las entrañas del universo, y nos habríamos deseado la muerte por muy inmortales que fuéramos.   

Ya caducaron estas meditaciones. Ahora desciendo con ritmo melancólico y me despido de las estrellas, rememorando el entusiasmo con que les di su forma y su resplandor. Ellas han sido mis ojos. Si lo veo todo no es por gracia de mi omnipresencia, pues uno puede estar en todos los lugares y no ver ninguno tal como es. Debo agradecerle a los astros su infatigable labor como centinelas. No los culpo de las devastaciones que me han mostrado. También poseen alma: lloran, envejecen y se extinguen. Pero se tienen los unos a los otros para relevarse en su eterna vigilia y mirarse en el firmamento con los ojos del destino. De las estrellas sí me enorgullezco. Espero que sostengan el cosmos en mi ausencia, mientras perciban alguna esperanza, y que se dejen absorber discretamente por la oscuridad cuando se apague el último soplo de vida.         

Ya me fundo en las llamas del averno con un cálido dolor. Ahora que he muerto, tal como llevan siglos anunciando los filósofos, algunos se preguntarán de qué manera pude escribir esta confesión. Quizá me acusen de brujería, o tal vez me conviertan en un mártir y empiecen un nuevo calendario. Hace tiempo que renuncié a comprender a los humanos. La realidad es simple: la escribí antes de inmolarme. Al fin y al cabo, así como al escritor le gusta jugar a ser Dios, a Dios le gusta jugar a ser escritor.

lunes, 16 de abril de 2012

Y tú, ¿por qué lees?



Una pregunta clave que debemos hacernos como lectores es: ¿por qué leo? En mi caso, para aprender de la vida, para reflexionar, para disfrutar con la calidad literaria de los grandes autores, para mejorar como escritor... Leer no me aburre casi nunca y sin embargo no leo para entretenerme. Para eso ya están los videojuegos o la televisión.

Los autores eternos no solían escribir lo que fuese más fácil de vender en su época, sino aquello que creían que debía ser escrito. Y tal vez por ello se admiren sus obras muchos años después de su muerte. Porque, aún hoy, deben ser leídas. Ellos quizá escribieran desde la amargura o la tristeza, pero nunca desde la desesperanza. Si uno escribe sin esperanza, sus palabras estarán muertas.

La cultura tiene muchas vertientes. Una de ellas consiste en la crítica del sistema y de los valores. Estos cambian con el tiempo, por ejemplo como consecuencia de los avances tecnológicos, que permiten lo que antes era imposible y obligan a replantarse los viejos conceptos de libertad, igualdad o justicia. Una cultura crítica mira tanto al pasado como al futuro, pero actúa desde el presente.

En el mundo actual dominado por el capitalismo, el dinero es el principal objeto de deseo. Una vez se tiene suficiente para sobrevivir, nos da la posibilidad de realizar experiencias placenteras o divertidas, que nos compensan por una vida que, por lo general, no nos satisface. El ser humano es difícil de satisfacer, en primer lugar porque con frecuencia no sabe qué es lo que realmente quiere. Varga Llosa dice que la civilización se ha convertido en un espectáculo. Tal vez sea así, pero me temo que se trata de un espectáculo grotesco.

Parece que la única manera de ser feliz es evadiéndose de la realidad. Para ello existen posibilidades casi infinitas. La publicidad ofrece millones de alternativas, sin ir más lejos. Sin embargo, en la lectura y en la escritura he hallado, en mi modesta experiencia, un sucedáneo de felicidad más gratificante (y acaso más útil) que comprar el último producto de moda.


lunes, 9 de abril de 2012

El Reino de los Súbditos


El Reino de los Súbditos se caracterizaba porque el amanecer dependía del humor de su rey. Si este se hallaba triste o enfadado, el sol no aparecía en sus confines. Una enorme nube negra taponaba sus rayos dejando a oscuras las calles, las casas y el palacio de oro del monarca.

Por supuesto, el rey disfrutaba de todos los lujos y entretenimientos imaginables: la mejor cocina del país, las actuaciones teatrales más prestigiosas, los bufones más cómicos… Si quería darse algún capricho adicional, sus ministros se encargaban de conseguírselo como fuera, ya que su primera misión era garantizar el bienestar del soberano. Al fin y al cabo, el reino no funcionaba ni en sus detalles más nimios sin su supervisión. De hecho, el monarca pasaba gran parte del día firmando documentos variopintos. No se podía empedrar una calle o sustituir a un trovador de la capital sin su autorización.

El Reino de los Súbditos marchaba así desde hacía tres siglos. En las últimas décadas había gobernado un rey bueno y lleno de alegría. Pero, cuando falleció, la incertidumbre se apoderó de todos. El sucesor era apenas un adolescente que cambiaba su humor con la frecuencia propia de su edad. Por fortuna, las oscilaciones de su ánimo no suponían la llegada de la oscuridad. Para que la nube negra tapase los rayos del sol debía sufrir una pena profunda y continuada.

Cuando el rey adolescente ascendió al trono, comenzaron para él las penosas obligaciones de la burocracia. Ocho horas al día firmando papeles eran excesivas para un joven inquieto. Pidió a sus ministros una peluca, ropa vulgar, una máscara y una cuerda, que debía unir la ventana de su dormitorio con un árbol situado fuera del palacio. Sus órdenes se obedecieron al punto. Con la excusa de una indisposición, se encerró en su cuarto y descendió por la ventana a través de la cuerda. 

El rey quedó atónico con lo que vio en el exterior. Tocó las débiles construcciones de madera de las casas, olió el tufo de los excrementos y observó las andrajosas ropas de sus súbditos. Agobiado por el contraste con los salones y jardines en que solía pasearse, salió de la ciudad en dirección al bosque.

Caminó dos horas hora entre árboles, arbustos y hierbajos. Resbaló y cayó al suelo al tropezar con una piedra en mitad del sendero. Mas enseguida se levantó y siguió avanzando. Miraba con asombro las frutas de los pinos, las copas de los robles y las ramas de las encinas, que parecían sostener la bóveda del cielo. Cuanto más se adentraba en la espesura, mayor era el redoble de los grillos que le acompañaban. Se estaba internando demasiado, y la Abeja Reina tuvo que intervenir.

Su presencia transmitía una majestad indescriptible. Una corona de miel remataba su cabeza dorada, más brillante que el oro. Sus ojos oscuros irradiaban una luz tan poderosa que se diría capaz de perforar la armadura más regia. Sus antenas puntiagudas le apuntaron con la severidad del juez acusador.

-Regresa, muchacho. Tu reino te necesita más que este bosque. No vuelvas por aquí.

Su voz era aguda y sibilante. El rey, mudo y boquiabierto, no sabía si le asombraba más su tamaño comparable al de un águila, su habla o su inefable belleza. Sin esperar contestación, la Abeja Reina desplegó sus alas plateadas y se alejó. La pequeña brisa que su vuelo produjo le convenció de que no estaba soñando. 

El monarca pasó los siguientes días paralizado por la imagen de la Abeja Reina. Firmaba papeles sin leerlos y asistía a las reuniones con sus ministros sin escuchar. En poco tiempo se mostró incapaz incluso de fingir que gobernaba. Todas las tardes dirigía sus pasos al bosque. Pero, después de dos semanas sin que la Abeja Reina apareciera, la tristeza le embargó. Y entonces una nube negra cubrió el cielo y sumió en las sombras al Reino de los Súbditos.

El joven no consideró que la falta de luz fuese motivo para suspender sus expediciones. Al contrario, se adentró entre lágrimas en el corazón de la floresta. Tropezó una y otra vez, se enfangaron sus ropas y se recrudecieron los avisos de los grillos. Apartó las ramas con los brazos mientras rasgaba el aire con sus gritos: “Vuelve, Abeja Suprema. Vuelve antes de que me hunda en tu recuerdo”, gemía desesperado.

De repente, el resplandor dorado de la Abeja Reina iluminó la negrura.

-¿Qué has hecho? ¿Cómo has permitido que tus súbditos paguen las alucinaciones de tu corazón? ¿Por qué has regresado tantas veces al bosque, desoyendo mi advertencia…?       

El rey se arrodilló ante ella.

-¿Qué he hecho?, me preguntas. En una palabra te respondo: adorarte. ¿Cómo he abandonado a mis súbditos? Sólo sé que no era mi deseo. ¿Cómo he cedido a las alucinaciones de mi corazón? Si son alucinaciones, no tengo corazón. ¿Por qué he regresado? Porque te amo.     

La Abeja Reina emitió un silbido furioso.  

-Tu alma alberga una debilidad despreciable. Si quieres volver a verme, lidera a tu pueblo y regresa con la firmeza propia de un auténtico rey.

De sus ojos surgió un rayo de luz plateada que alumbró el camino de regreso al palacio.

-Sigue este sendero que abro para ti. Espero que avive tu espíritu y le dé esperanzas a los tuyos.

Y desapareció en un soplo de viento.

No es posible calcular con exactitud los días en que el Reino de los Súbditos quedó tachonado por la oscuridad. Ni una brizna de luz escapaba al muro de la nube negra. La vida se suspendió en espera de que el soberano recobrase su alegría. Sin embargo, este no hacía más que llorar y rascarse. Incapaz de permanecer en su trono, se dirigía a ciegas hacia el bosque, ya sin necesidad de camuflarse. Pero, nada más poner un pie en el camino, una colmena de abejas se abalanzaba sobre él.

Toda la tenacidad de la que carecía para guiar a su pueblo la empleaba en resistir los aguijonazos. Las abejas solo se retiraban cuando se retorcía de dolor. En ese instante de agonía, la Abeja Reina lo agarraba y lo depositaba en la puerta de su palacio. Allí descansaba durante horas, hasta que se sentía con fuerzas suficientes para volver al bosque y ser expulsado de nuevo.

Las picaduras surcaron su piel y su salud atravesó la línea de la extrema debilidad. Su mano rozó la cuerda que en el pasado utilizara para deslizarse al exterior. Acopió todas sus energías y se encaramó en el alféizar de la ventana. Miró abajo y solo vio un precipicio de tinieblas.

-¿Acaso con mi muerte aclararía para siempre el día?

miércoles, 4 de abril de 2012

A M O R



No es posible ser tan devoto de tus ojos,

si aún no conozco la mirada

con la que me atarás a ellos.

No es posible adorar tanto esos labios

que se desvanecen en cuanto te nombro.


No es posible que admire tu piel,

si ignoro el perfume que exhala

y el tacto que desprende.

No es posible tocar tu cara,

cuando su verdadero nombre soledad se llama.


No es posible enamorarse de tu apodo de siempre,

sin hallar un lugar donde convivan en armonía

esas cuatro letras extraviadas,

que de tanto soñarlas

quedaron en un sueño atrapadas.