martes, 28 de junio de 2011

Homenaje a la Luna



La Luna ha visto nacer y morir a todos los hombres y a todas las mujeres, los ha visto brillar y compungirse, batirse en duelo y besarse, darse un abrazo y una estocada, escribir poemas e inventar mitos, quemarse y dominar el fuego, oler sus barros y sus flores. Los ha visto enjoyados y desnudos, hambrientos y obesos, excitados y mustios, chillando y en silencio.

Y no solo ha visto. También ha inspirado, con su presencia misteriosa, obras sublimes y temores baldíos; ha orientado y extraviado a numerosos viajeros. No existe claridad tan digna como la que, cada noche, ofrece a quien levanta la cabeza.

No sabemos si existe Dios; la Luna es la única divinidad visible. ¿Qué diría, si quisiera hablar, de todas las proezas y dislates protagonizados por la santa maldita humanidad?

miércoles, 22 de junio de 2011

Sobre los porqués y el hasta cuándo de las desigualdades


¿Por qué hay países ricos y pobres? La respuesta a esta cuestión ha sido perseguida, evitada e ignorada muchas veces a lo largo de la Historia. Existen teorías encontradas que, de parecida forma a como los médicos se ocupan de las enfermedades, buscan hallar el diagnóstico correcto y el tratamiento que conduzca a la curación de las desigualdades. Sin embargo, ninguna de las medicinas suministradas por los gobernantes han aliviado en exceso la situación de los países subdesarrollados. De hecho, las diferencias entre ricos y pobres tienden a aumentar en los tiempos modernos.

Este problema es de todo menos nuevo. Existen precedentes ya en 1637 con la crisis de los tulipanes, cuyo aumento de precio provocó una gran burbuja económica en Holanda. Nuestro país se encuentra en un barrio rico del mundo como es Europa. Pese a ello, recientemente la crudeza de la crisis ha despertado conciencias cristalizadas en las manifestaciones del 15-M. Defienden una democracia real y acusan al capitalismo, imbuido de las tesis modernistas, de transformar al ser humano en una mercancía. Es el discurso que confunde el “yo soy” con el “yo tengo”.

No es objeto de este ensayo la reflexión acerca de los principios democráticos que sienten arrebatados los manifestantes. Me limitaré a apuntar que un sistema que defienda de un modo más activo la participación ciudadana impulsaría el nivel cultural de la población. Entiendo y comparto las quejas de aquellos que lamentan la escasa capacidad crítica de muchos ciudadanos. Pero no se trata tan solo de una cuestión común, sustentada en infinitas reformas educativas y nuevas asignaturas. Influye mucho la motivación por aprender y meditar sobre los grandes problemas (y sus posibles soluciones) que debilitan el “músculo social”, por utilizar la expresión de Iñaki Gabilondo. ¿Pero qué motivación puede hallar la gente si al final todas las decisiones las toman los políticos, en direcciones que con frecuencia ni siquiera habían apuntado en sus programas electorales?

Volviendo al asunto que articula el ensayo, en mi opinión la teoría de la modernización, que considera la pobreza como mera consecuencia de un atraso tecnológico, ha fracaso en gran medida y no puede sostenerse a largo plazo. Bien es cierto que se han producido notables avances en calidad de vida a lo largo del siglo XX, pero también existen pueblos para las cuales la “modernización” ha supuesto una trágica pérdida, al horadar sus raíces ancestrales y provocar la absorción de su cultura en un canon occidental que no necesariamente ha de ser universal. Estimo imposible la exportación de un “Estado del bienestar global” que ampare de forma razonablemente similar a Mauritania y a Estados Unidos, por ejemplo. De hecho, según el informe Worldwatch de 2004 harían falta los recursos de tres planetas como el nuestro si todos los países asumieran el modelo de consumo de las naciones más desarrolladas.

En este sentido, concuerdo con las tesis que defienden la condonación de las deudas a los países en vías de desarrollo. Al fin y al cabo, tienen parte de razón autores como Andre Gunder Frank al recordar que la explotación colonial ha facilitado a los países occidentales la posesión del poder económico y político. Se deben controlar los flujos financieros para impedir que el capitalismo, comandado por las multinacionales, se constituya en una especie de prolongación del imperialismo. En cualquier caso, es exagerado afirmar que las naciones ricas deben su posición en exclusiva al expolio de las pobres, pues ya partían con una ventaja tecnológica (bélica, al menos) que les permitió la conquista de nuevas riquezas en los países colonizados.

Los intentos de la cooperación internacional por atenuar las desigualdades en el mundo, sin que hayan fracasado por completo, no terminan de encauzarse correctamente. Para empezar, los gobiernos no tienen ninguna obligación de ayudar a los países necesitados. Lo hacen cuando quieren, en las condiciones que les placen y pensando siempre en obtener un beneficio. Hay organizaciones sociales que tratan de impulsar esta lucha. Pero, aunque su influencia crece, es insuficiente para competir con los gobiernos y sobre todo las empresas que, desde luego, no se guían por criterios altruistas sino por la persecución del beneficio económico.

Pensemos que en la sociedad española – y en muchas otras – existe un sistema tributario que establece una mayor carga impositiva a las rentas más altas. Algunos ideólogos soñadores han pensado que sería posible instalar algo así a escala internacional, con impuestos obligatorios para las naciones ricas destinados a corregir las enormes desigualdades del mundo. No obstante, hay una diferencia fundamental entre ambos planteamientos. A los ciudadanos se les obliga a pagar impuestos, ¿pero quién obliga a las potencias a sacrificar parte de su hegemonía política y económica en beneficio de los países no industrializados?

Mientras no exista una voluntad colectiva, firme, que no eluda la incómoda realidad de que el desarrollo sostenible es difícil de sostener, va a resultar muy difícil que las grandes empresas y los gobiernos más poderosos renuncien a su dinero y a su poder. El problema de las desigualdades no se soluciona con ayudas puntuales; no es una cuestión de caridad que se resuelve enviando despojos. Urge un compromiso real entre naciones y un hermanamiento entre pueblos que, por desgracia, no se vislumbra hoy día.

viernes, 17 de junio de 2011

Sobre la vida y el arte contemporáneos


Durante años fui incapaz de apreciar las diversas manifestaciones del arte contemporáneo. Lo juzgué profano, vulgar, ni siquiera merecedor del noble calificativo de artístico. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que los reparos que le guardo son los mismos que me provoca la vida diaria. Al fin y al cabo, el arte no sirve solo para complacer (y engañar) a los sentidos, sino también para reflejar el pulso de una época.

Hace unos días acudí al Museo Pablo Serrano, en Zaragoza, donde disfruté viendo trazos irregulares de esculturas sostenidas en el aire que podrían ser el esqueleto de las nubes, o una radiografía de la ajetreada vida postmoderna. Me llevé un folleto, por supuesto, porque hoy en día parece que si no te llevas uno no has estado en un museo ni en ninguna parte. También disfruté viendo la ciudad desde lo alto, en la terraza situada en el piso superior. ¡Qué pequeños se han quedado los árboles ante los edificios! Y la crisis no se ha llevado por delante las grúas, espías ciegos que se extienden en todas las grandes urbes, igualando en altura a sus monumentos más emblemáticos.

Me atravesó una curiosa sensación al observar los coches y los autobuses sin oír su bullicio, amparado por las piezas cúbicas e insonorizadas que componen el edificio del museo. De pronto dudé de la existencia misma de los vehículos. Una ciudad sin ruido no es una ciudad, sino un fantasma que se mueve como un péndulo.

Me gustó la obra de un artista que trazaba cuadros en un bosque donde se observaban distintas formas del paisaje contemporáneo. Hoy no son los árboles, sino los mensajes mediáticos, las sombras de los rascacielos y los cebos del mercado lo que nos impiden ver el bosque de la vida. Cerramos un momento los ojos y, al abrirlos de nuevo, nos han colocado nuevas vendas invisibles que hacen la vida más fácil, simplifican nuestras elecciones… pero nos arrastran al centro de una vorágine donde todos somos idénticos: seres también irracionales, aunque de una forma distinta a las demás especies, gregarios amordazados que siguen un hueco compás…

sábado, 11 de junio de 2011

Soñando pesadillas

Miradas diferentes para un mismo espacio

que, iluminando, surca servilletas.

Decenas de huevos empapan mi ceguera.

Reyertas domésticas se sublevan en calma.

Pequeñas toneladas de tintineos me arrebatan las llaves.

Los cajones se abren; dentro, repican las culebras.



De la lámpara de mesa sale un fuego que moja.

Algo que no es mi cara se refleja en la pantalla del portátil.

Algo que no son mis manos me enfunda unos calcetines en las orejas.

Respiro, respiro; el aire se me atraganta en la lengua.



Planean nombres susurrando fuegos vacuos.

Las palabras son magia negra que creó un hada madrina.

Tan solo me muestran sombras que giran en telarañas de seda.



Un cuadro de flores pretende seducirme.

Su brillo empobrecido convoca el polvo.

Llueve, subterránea, la osamenta de un libro.

Las sillas echan a andar y se elevan, describiendo espirales.

Yo me agacho bajo sus risas y enseño un colmillo de leche.



No. Esta no es mi casa, sino la de un fantasma.

sábado, 4 de junio de 2011

Mi voluntad es mía


Decía Rousseau, allá en el siglo XVIII, que la voluntad humana no podía ser representada por otro hombre o mujer que no fuera su propio depositario. Las ideas de Rousseau, resucitadas por los indignados de la Plaza del Pilar, se mantienen vigentes en algunos aspectos, mientras que en otros, a mi parecer, han quedado desfasadas. En cualquier caso, Rousseau acierta aquí en lo esencial. La voluntad es única: existen voluntades fuertes, dóciles, colectivas, egoístas, ambiciosas, pasivas, rebeldes… pero cada ser humano es dueño de su propia voluntad inviolable.

La voluntad no se vende ni se entrega a otros; se puede, eso sí, renunciar a ella, del mismo modo que se renuncia a un sueño o a un amor por creerlos imposibles. Pero yo no le entrego mi voluntad (ni mi alma, que, de existir, allí reside) a un político, ni a un santo ni a un padre ni a un amigo. Porque el patrimonio más importante del ser humano no se encuentra en el banco ni en su vivienda, sino en su voluntad de querer hacer algo, de desprenderse de sí mismo o reivindicarse cada día, en cada palabra y en cada acto de su existencia.

Por ello aplaudo la explosión de voluntades congregadas en las plazas españolas. Yo no acampo, pero les miro y veo algo puro que late en ellos y que no debe cesar nunca.